Blas Perozo Naveda, más claro imposible

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La poesía de Blas Perozo Naveda, no es realista a juro o porque lo quiera ser. O por pretensión literaria o de lenguaje simplemente, aunque éste sostenga su materia nutricia. El poeta apela al habla directo con franqueza y desenfado. Se trata de la poesía de un ser que la vive antes que todo y que, si la escribe, es porque ésta termina imponiéndose pese a él. Sólo que él mismo no le da tregua, no se deja embestir o revestir por lo que tenemos como la figura, como el actuante o no que llamamos poeta. Le conocemos desde hace años, a él y a su escritura, y lo que intentamos decir aquí es que nos cuesta aceptar las comparaciones que le han hecho críticos y comentaristas, aunque compartimos y valoramos los aciertos de algunos. La voz de Blas Perozo Naveda no se suma, así de primeras, a lo que se ha llamado entre nosotros “poesía conversacional”. Si bien, el habla es lo que hace fluyente su decir, lo que hace a éste más cercano al sentir que al entender. Él diría: “Entra por el oído y sale por el… sentido”. Se trata de una poesía muy propia, de la que su autor se hace responsable.

Tan cierto esto como que, hecho de todo lo marabino, su decir implica todo lo que hace a Maracaibo, ciudad donde vivió la mayor parte de su vida, donde residió como ciudadano, como maracucho. Pero, nunca perdió su esencia de coriano, del que en verdad es, generacionalmente. Aunque también por todo su tránsito le podemos tener como un ciudadano del mundo. Un amigo cercano lo tiene por eso que acá llamamos “corocucho”. Si en verdad lees con atención su obra, puedes darte cuenta que esa habla tan aparentemente coloquial, es en verdad cuidada seriamente desde su estrato, cuidada por quien conoce la lengua en que se expresa, pero lo hace a su manera por no someterse a la rigidez gramatical del idioma, o a cualquier imposición idiomática, ni a sus facilidades, incluso, a eso que la hace permeable sólo al buen entendimiento y hasta ahí. El verdadero subversivo del lenguaje se rebela y se nos revela. Le escuchamos cuando lo leemos, cierto, pero el monólogo de una voz, si atendemos con oído y piel, es el de dos voces que se entrecruzan, dialogan en sí mismas, pueden acercarse o distanciarse, pero en todo caso se prolongan una a la otra en el decir del poeta. Entonces, si lo apreciamos, es que la voz del maracucho y la del coriano se hacen una sola en la escritura, en la poesía de Blas Perozo Naveda.

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Se trata de un poeta que siempre ha sido incómodo, y no porque lo quiera, por el sólo hecho o ganas de molestar, es que así es su personalidad, así ha sido siempre, incómodo. Éramos jóvenes con mucho de sueño en bolsos y carteras, cuando el poeta Paul González Palencia nos invitó a la presentación de un libro de Blas, en la Casa de la Cultura Alonso Gamero, donde veníamos asistiendo a un taller literario. Nos figurábamos a un señor serio de esos que cruzan las piernas y leen de sobra porque se creen que el público está ahí para oírles y ya. El poeta al que nos referimos entró vestido precisamente de eso, de “patiquín literario”, enflusado de negro con rayas blancas, encorbatado, con unos bigotes arqueados en las puntas y, aunque de baja estatura, se veía imponente al lado de quien lo presentaba, que era más alto que él. Ya esto solo, era risible para todos. Pero, cuando comenzó a hablar fue que nos dimos cuenta de que ‘el presentado’, con el sólo gesto de ínfula, con ese vestir así, de gentleman, denunciaba una postura que se hacía costumbre entre los escritores nuestros: “creerse más de lo que eran, asumir la apariencia antes que al ciudadano que al fin y al cabo eran, borrar al poeta con la postura, dárselas pues en un ambiente de solemnidad”. Esto llamó la atención de los irreverentes que éramos a mediados de los 80, además porque se trataba de un poeta sin sufragio alguno por el lirismo o los adornos metafóricos, que hacían que a alguien se le llamase poeta en nuestra solariega ciudad. Quisimos abordarle, pero nos contuvo el que andaba acompañado por una dama hermosa que le hacía celosa guardia, detrás suyo, de pie, entre quienes sí se le acercaron, era evidente que sólo lo quería para ella y, con todo, ello también nos gustó, pues lo captamos como parte de la puesta en escena que no se ahorraba la burla premeditada. El libro Maracaibo City (1983). En sus breves palabras el poeta se refirió a algo así como una “lengua mala-mala lengua”, con lo que nos dejó más picados aún de curiosidad. Y eso era, nos dijimos, para celebrarlo en un bar y salimos del acto envueltos de una desternillante risa provocadora que Blas nos contagió y que enseguida se hizo ebria y la compartimos mientras hubo en los bolsillos para las ‘cerbellas’, como dábamos nombre al frío licor de cebada.

Le hemos leído, sí, pero reitero que siempre nos ha llamado la atención su personalidad y, cuando él ha venido a Coro siempre buscamos verle y no todas las ocasiones hemos podido lograrlo. Y no porque quiera ocultarse o hacerse el desaparecido en una ciudad donde los fantasmas son parte de la vida diaria y conviven con los vivos en todo momento y espacios. Aquí cualquiera pasa de desaparecido a aparecido, es la cualidad fantasmática con la cual más nos identificamos. Pero, cuando lo hace él, es decir, el poeta, cuando vuelve a la ciudad colonial de sus ancestros, puede que sea para encerrarse con los suyos propios, sus fantasmas familiares, de ayer, de no hace tanto o de recién, a los que, seguro, no teme, nunca ha temido, y menos en la palabra, en el lenguaje. O bien, por estar claro de que no hay mayor fantasma que pida estar a solas que el amor mismo, del que no ha sido precisamente un ayunador. Si no que a lo mejor no quiere que le importunen porque está escribiendo. Pero las veces que logramos verle en su caserón de Pantano Centro hemos gozado con su corrosivo humor y hemos aprendido lo debido de su muy propia ironía, cuando suelta su sabiduría de profesor, eso sí, sin excesos y su gozo suspicaz trae mucho de ésta. Digo, gozamos y es poco lo que digo, y cuando lo hemos hecho en compañía de amigos, la conversa ha sido más que grata, aunque alguno haya salido molesto por la sinceridad inapelable de Blas. La estadía a su lado pasa en verdad como a un compartir en familia. Donde no se miente ni se oculta nada.

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Menos ahora que vamos a intentar un abordaje de su poesía, leído recién su libro Millo, antología personal, publicada en la Colección Altazor por Monte Ávila Editores (2017). Y lo primero que notamos es que supo el poeta esperar de manera paciente para reunir sus libros en uno solo y que éste contara primero con la lectura de la nueva generación de escritores venezolanos. El prólogo de José Javier Sánchez da cuenta de ello, donde sin exageraciones críticas se expresa con la sinceridad que una escritura reclama desde sí misma. Sumamos así, sin mayor pretensión, lo que otros podrían haber dicho ya con mayor consistencia acerca de una obra ya identificable en la poesía latinoamericana. Obra para ser leída, sentida y escudriñada de verdad, dentro y fuera del claustro universitario, ese, su otro lugar donde hiciera vida.

Digo de un decir, más bien de un hablar ‘ladeado’, no sé si se me entiende. Lo digo así por decirlo en un término muy nuestro, los de este confín de sol y arena, me refiero a que siempre va haber una torcida, un revés en el decir, un “buscarle la vuelta” entre contenido y forma, que nos saca o desubica de toda comodidad. En todo caso, precisemos, nos asombra de otra manera. No hay principios, ni contenidos cómodos, ni los finales a los que nos viene acostumbrando la poesía previsiva de hoy, sobre todo la que se presenta por breve. La poesía de Perozo Naveda, lo es porque no es cómoda para nada, como sugerimos. Muy diferente a esa que no rasguña ni sentir ni comprensión. La poesía a la que nos referimos renuncia a cualquier postura o inclinación complaciente. Es una poesía incisiva, revulsiva, convulsiva. Poesía que dinamita el lenguaje desde su base, el habla. Lo ha sido siempre. Pero es Millo, libro que en la antología precede a los anteriormente publicados, el que elegimos para abordarle. A los anteriores a Millo otros se han referido y de manera merecida por su autor o no, ya señalamos que no es ni nunca va a ser complaciente, y por ello, nunca será suficiente el apartado en el cual nuestra rezagada crítica ha pretendido ubicarle. En la entrada a Millo, el poeta se libra y nos libra de lo previsible que podemos tener como lectores. Aunque la pregunta a la que apela, puede ser una respuesta, necesaria en todo caso, y nos invita a pasar adelante: “Si me pusiera a / escribir ahora / ¿quién hablaría / por mí? / ¿Qué nobleza se expresaría / a través de mi escritura?”.

Leemos y es como si alguien nos contara desde algún lugar de su casa, o su eco sean palabras que pueden remitir a una historia íntima que no tarda en hacerse nuestra, libro en mano. Es un libro extenso y el poeta no olvida al cronista que siempre ha sido en sus páginas; sólo que lo anecdótico da paso a lo que la poesía pide siempre, libertad en el decir. Hay una sucesión espacial, de lugar, donde el sujeto se mueve: la casa=el campo=el río-el mar-el desierto-la ciudad. Pero el sujeto mismo puede ser niño, hombre, caballo, culebra y perro a la vez; puede estar soñando o ser el mismo sueño. O en tanta claridad solar ver de lo que en verdad puede ser la oscuridad. Lo que pueden ser símbolos separados para un hombre, en la mirada de un niño no son más que inocencia, o aquella nobleza que busca, pero no se enseñorea en ella, no la disfraza. Con todo, es una poesía que inquieta. Puede deshacer lo alegórico en sí misma y no se desentiende del coloquialismo de nuestro residir y realidad cercana; sólo que ahí, creemos, el poeta sabe cuándo y cómo soltarlos, y entendemos nosotros mejor que si fuera explicada por el profesor eso de lengua mala=mala lengua: “antoavía-¡no joda!- maña”. El léxico sufre constantes fracturas que pueden enriquecerlo o bien, distanciarlo de lo puramente literario. Tiene una manera muy particular el poeta de deslindar pasado y presente, ayer o antier puede ser hoy. Es donde rompe su monólogo, lo que hasta ese momento podamos tener como lineal: “El perro se llamaba / Millo / el perro se llamaba Rufo / y a veces comía / hojas verdes en el cielo / y repartía pedazos de pizza / en el vecindario”.

No hay paraíso personal que se alcance, así sea por sólo un instante, si no se atraviesa el desierto, y siempre habrá “un pedazo de la noche” para el sueño, nos dice, como quien así lo ha vivido, no como quien de esta convicción hace uso literario simplemente. Y es que sí, cuántas veces lo hemos vivido también, como lo advierte en un poema que no necesita título: “A medida que avanza / la oscuridad / ondea la bandera del enemigo / y afinamos la puntería / sin esperanza / porque no hay / ni la oscuridad”. Y en verdad, puede que creamos a ciegas en la claridad, a veces al amparo de las ideas o de la persona misma que creemos ser nos engaña, tanto que hasta la oscuridad se nos pierde de vista. ¡Ajo!, decimos con un término nuestro, Blas Perozo Naveda sigue siendo uno de nuestros poetas más “claros”, en medio de la oscuridad discursiva de hoy. ¿Verdad? Parece que nos contradecimos, pero no es así. En un momento de su decir, en lo aforístico más bien, señala él: “No lucho contra / ustedes / porque ustedes / son mortales / terrestres / adverbiales”.

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Millo es una épica familiar que incluye amigos y amores. Se pasean y se hacen éstos en y por ella, con humor y sabor, por lo que la nostalgia, la melancolía que suscita lo perdido, se torna en estas páginas en más que un afable recuerdo. Como cuando en un poema dedicado a Douglas Gutiérrez, su “manager”, dice, en aquel movimiento que llamaron “maracuchismo-leninismo”, da cuenta del afecto intacto y que éste sólo puede remitirle a lo que pudo ser “el centro del diamante” (en el béisbol y en el vivir), y es allí donde puede verse y ser también en el amigo; diadema alquímica o nada más el manifiesto mismo del movimiento que los reunió, rebeldes, revulsivos desde un principio en la tierra del sol amada, en los predios de su universidad y bares. Ahora bien, la ironía no se repliega, sigue incidiendo en todo lo que expresa en cada poema Blas. A veces por la sustitución de palabras, unas por otras, lo que implica no sólo una violación a los significados, a las definiciones de diccionario, sino que llaman a un ‘juego verbal’ que sólo es posible por la poesía. Sólo que este juego verbal que degustamos está concebido de una manera distinta a como lo hemos leído en otros autores de la poesía hispanoamericana, leo: “Un Rufo que milla, / milla que rufo”, y esto por localizarlo en un verso, pero se da en ese constante deslindar símbolos y símbolos, como también igualarlos, y puede haber en el libro ejemplos más precisos, como el cabello ensortijado del niño y el pubis ensortijado de la amada. Siendo este juego, nunca comparación, lo que mejor diga a ambos que una metáfora, una figuración que conduzca a algo así como un retrato. Así el caballo (Kabayo) del escudo y el que dibuja una niña, y el del poeta: el que sale al galope del escudo. Éste pasa de ser eso sólo emblemático, a algo que se mueve, que cobra vida.

Otros hallazgos nos ha obsequiado este libro, leído sabrosamente, sí, muertos de risa en unos casos y en otros, serios, muy serios; pero que desde el principio, desde la puerta misma que es la casa, y que ésta es el libro a su vez, el autor mismo y su tránsito, ese que nos invitó a pasar con una pregunta, fue exigencia lo que nos reclamó y, la tiene y la seguirá teniendo, cuando le sigamos leyendo junto a los otros libros del poeta incursos en este y que para esta edición vienen como partes: “Muerto en la blancura”, “Date por muerto que sois hombre perdido”, “Páginas dobladas”, “El Río”, “Babilonia” y “Ficción de un hombre montado en su caballo”. Hallazgos que pedirían un texto más extenso que este. Pero no olvidaremos al término de estas palabras, señalar que para quien quiera enterarse del existir dado desde siempre entre dos trozos y trazos del país: el desierto puro de una casi isla, con su mar y sus salinas, y el lago septentrional, inmenso en su calurosa humedad verdiazul, con su gente tan hermosa como “atravesada”, los de una parte silenciosos que saben muy bien dirimir sus cuestiones, y los de la otra, bullangueros que las anuncian y no obstante  las cumplen, puede aquí detenerse en cualquier página, y en cualquier tiempo al que pueda remitirlo un poema o el libro entero trastocar su sentido, dirá: anduve por él. Se trata pues de un libro vivo este Millo de Blas Perozo Naveda.

César Seco escribe sobre Millo, la antología personal de Blas Perozo Naveda que atraviesa la historia íntima de su propia poesía, desenfada y erguida desde el amor profundo por la lengua y, sobre todo, por el habla.

César Seco (Coro, Falcón, 1959).

Poeta y ensayista. Sus libros: El laurel y la piedra (1991), Árbol sorprendido (1995), Oscuro Ilumina (1999), Bosquejo (2000) y El Viaje de los Argonautas (2006) fueron reunidos en Lámpara y Silencio, Monte Ávila Editores (2006). Es autor también de: La playa de los ciegos (2007) y El poeta de hoy día (2009). Ha publicado igualmente los libros de ensayos: Transpoética (El Perro y La Rana, 2009) y El Hacha Flotante (Ediciones Fábula, 2017). Presidió la Fundación Casa de la Poesía Rafael José Álvarez de Coro y el Comité Organizador de la Bienal Internacional de Literatura Elías David Curiel. Dirigió el Fondo Editorial Libros Blancos y OIKOS, revista de Arte y Cultura del Instituto de Cultura del estado Falcón. Participó en el Festival del Libro de La Habana, el Festival Internacional de Poesía de Medellín y la Feria Internacional de Literatura de Porto de Galinhas. 

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