Montes y culebras, al filo de la cordillera

Oyó un pedazo de acallada voz.

No en el viento nocturno

cuando choca contra los árboles y los techos,

sino más adentro, en su rumor.

Para él ese era el verdadero sonido del viento;

la voz familiar que velaba su tiempo.

Joel Rojas Carrillo

La culebra venía subiendo la cuesta preocupantemente rápido. Lo supimos porque unos vecinos pasaron en moto cerca de la bicha y ya, a una distancia bastante segura y alarmadísimos por ser conocedores de la especie, alertaron la presencia del animal, de lejitos, desde donde podían ver cuando alguien hiciera algo. “Rabo amarillo” le llaman a esa especie que se movía con el sigilo propio de un ser que debe sentirse desubicado, desplazado, subiendo por una cuesta de cemento que antes, no hace mucho, era monte: su monte. Pero el veneno de esta culebrita es rudo y mata de verdad verdad y lo hace rápido. Como no somos ni encantadores, ni amantes de serpientes, sino un par de padres preocupados porque la culebra viene directo para la casa donde estábamos cuatro niñas, una perrita pequeña, un gato ausente en ese momento y tres adultos que no parábamos de fumar y beber café, seguramente por culpa del frío de La Azulita, la decisión fue la más lamentable posible, pero también la más necesaria tomando en cuenta el hecho de que era de noche y nadie sabe para dónde agarran esas “bichas” cuando le quitas los ojos de encima. 

Ambos somos caraqueños, pero ese rasgo identitario del origen de las personas, que no es más que parte de la imbecilidad humana, carece de valor pero no de mañas, porque cuando vi que la culebra se movía rápido, subiendo la cuesta como quien tiene una actitud decidida y sabe bien para dónde va, me paralicé y no supe si correr y mucho menos qué demonios estaba haciendo con el machete que había agarrado con el instinto de supervivencia y mi total ignorancia sobre cómo enfrentar a una culebra venenosa.

Pero Joel, sin un “ápice” de dudas, me arrebató el machete con el que no supe qué carajos hacer, más que quedarme quieto viendo pasar mi vida entera por la pantalla grande de mi miedo y viéndome dos días después, en mi futuro inmediatísimo, en un velorio a “tapa cerrada” por la hinchazón de la mordedura de la culebra; Joel se acercó con ambos machetes a enfrentar la amenaza que se detuvo y se preparó para dar pelea.

A unos cinco metros, en primera fila y cagado de miedo, presencié cuando Joel le lanzó el primer machetazo a la cabeza y falló, produciendo un chispazo provocado por el choque del metal con el cemento, como si fueran efectos especiales, pero no, era de verdaíta. Peligrosamente cerca, Joel le da un machetazo al piso del lado derecho de la culebra, porque es zurdo, y cuando la culebra se abrió hacia la izquierda, pero viendo a la derecha ¡juaz!, un machetazo limpio le separó la cabeza del cuerpo que quedó bailando la canción sin ritmo de la muerte. Luego, con un rápido y preciso movimiento, Joel recogió la cabeza de la culebra con la punta del machete y la lanzó al monte. En ese momento supe que este era otro Joel, que lo caraqueño se le mezcló con agua de montaña, que se había convertido en un montañés, en un carajo que pertenecía a eso, al monte y a las culebras, como se llama este libro.

Y es que al leer Montes y culebras es inevitable caminar verdor adentro, casi literalmente, en las cordilleras que los personajes tienen en el pecho, en la mala leche del trago que no debieron beber, o en la presencia de un hombre encorvado que cuelga de una pared como una sombra.

Este libro tiene, según mi lectura –que afortunadamente no será la de ningún otro– dos telones de fondo: en el primero es la montaña, territorio de introversión, ese lugar en el que los personajes se encierran con la voz en off de su propio eco y, en algunos casos, parecen fantasmas que se hablan ante un espejo, conjugando eso que sabemos de quienes viven en las montañas: que terminan hablando hacia adentro. Son personajes que se expresan con un discurso limpio y poético, pero sólo cuanto es necesario, ni una palabra de más, firmes en sus convicciones y triunfadores en su reino tranquilo, silencioso y frío.

En la segunda parte, Culebras, el escenario es la ciudad, pero nunca la urbe, si no un reflejo de la vida que la bordea: es la ruralidad y el barrio, los personajes que lo habitan y crean una experiencia en la que los hechos construyen la historia que se da afuera, en el hecho en sí y no tanto en el pensamiento, sino en los personajes mismos. La muerte, las leyendas, la salsa son asuntos corrientes del margen caraqueño y entonces, cambia el lenguaje, las voces que narran cambian de lugar, de tono, se nos enrostra una torre de Babel que muestra la interacción habitual y sincrética que conocemos de Caricuao, Las Rosas, Guatire o de La Juana.

Como Joel Rojas también es buen poeta, es imposible no ser alcanzado por el rayo de un verso preciso y exacto, perdido en algún párrafo, cuando terceros echan el cuento, y la jerga que habla de tiempos específicos se transforma en imágenes de la memoria del origen, del barrio que somos como lenguaje.

Dieciocho narraciones fermentadas en jugo de memoria, de experiencias de tierra y asfalto construidas con cuidado, con respeto, con contundencia. En Montes y culebras los personajes son tocados por el paisaje que habitan y actúan según las leyes que crea los puentes delgados entre geografía y gente, entre la expresión, lo que dicen y lo que hacen, porque el entorno es quien termina domando a medias lo que somos, dentro y fuera de los libros.

Joel Rojas Carrillo (Caracas, 1973)

Poeta, escritor, editor. Es autor de los poemarios Salmo al canto (Fundarte, 2007), y Árboles no son papeles (Fundarte, 2021). Preparó y prologó la antología de poesía Del pan y la canción (La Estrella Roja, 2015). Es autor del guión para el cuento gráfico Mr. Boland, de Salvador Garmendia (El perro y la rana, 2015) y de la crónica ilustrada Por aquí pasó Zamora, de José León Tapia (El perro y la rana, 2017). Participó en la creación y desarrollo de las colecciones Armando Reverón, Fantomas y Juventudes Comandantes, de la Fundación Editorial El perro y la rana. Montes y culebras ganó el primer lugar en la X Bienal Nacional de Literatura Orlando Araujo (2022) y fue publicado por Monte Ávila Editores en 2023.

Alejandro Silva Guevara (Caracas, 1972)

Poeta, editor, escritor y músico. Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Se ha desempeñado como músico dentro y fuera del país. Fue productor general del Festival Mundial de Poesía de Venezuela y se desempeñó como coordinador general de estrategias de la Fundación Casa Nacional de las Letras Andrés Bello y como director ejecutivo de la Fundación Editorial el Perro y la rana. Fue invitado como poeta a la Feria del Libro de la Habana, Cuba; al Festival Internacional de Poesía de Chile; a la Cátedra José Antonio Ramos Sucre, de la Universidad de Salamanca, España y al Festival Internacional de Poesía de Cartagena de Indias, en Colombia. Sus poemas han sido editados en varias antologías, entre ellas Amanecieron de bala, y Son seis. Su primer libro en solitario, Humo, fue publicado por la Fundación Editorial El Perro y la Rana en 2006 y fue merecedor de la Mención Honorífica en el Premio Nacional del Libro de Venezuela. Está por publicar sus libros Per-verso, Lejuras y Casa. Actualmente trabaja como editor, corrector, escritor y traductor independiente y como articulista en la revista científica popular La Inventadera.

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