Gregorio Samsa en el Taquito*

Cuando la tarde languidece y renacen las ganas de echarse una birra, nos movemos hacia los lados de la avenida 8, en medio de la prolongada ola de calor. El Festival Ciudad Mural Mérida 2024 está que arde. Los homenajeados son el mago de los juguetes Mario Calderón y Ligia Parra, más que sembradora, madre de las aguas en aquellos páramos.

Andrea Britto dispara colores con un trabuco como el que –dicen– Anastasia usó para hacer correr a los realistas. Su mural en la calle 18 rinde homenaje a Las Heroínas, se encuentra al amparo de Francisco de Miranda por una esquina y Burguer Bar por la otra. En lo alto de una cúpula, un angelote se empina tipo superhéroe de Marvel y la observa pintar.

Se van asomando las primeras procesiones, la Semana Santa está a punto de iniciar, no es cualquier cosa, solo en el casco central se apretujan nueve templos. Huimos, vamos En Primera https://shorturl.at/Y0456 con Ennio Tucci y Deimar, hacia un botiquín que me prometió Eloísa. Ella conoce, desde chiquitica, mi fervorosa devoción por los bares parroquianos y populares.

Estamos urgidos de hidratación después de ver al maestro Calderón interpretar «Compañeros», el emblemático son del grupo Madera. No nos marchamos sin escuchar a mis hermanos sueñeros Salvatore Grosso, Lalo y Víctor Moreno, del grupo IVEN, que celebra 35 años de trovar canciones de amor y de lucha. Lalo cantó «Alas sobre el delirio», en este momento en que cobra virulencia mediática la ominosa campaña de siglos contra nuestro Libertador. Mientras cabalgue “a caballo Simón” en tantos corazones, el engendro Monroe-Santander no tendrá chance en esta Patria Grande Bolivariana. Una versión a dos voces puede disfrutarse en https://t.ly/A_4rY

I. Argenis Santos, el cuidador

Varias canciones después llegamos a El Taquito. Primero se desliza una reja para dar paso a las escaleras, de inmediato comienza una barra de lo más venerable, como el altar de una capillita, con su retablo barroco y todo, No obstante, en vez de ángeles, arcángeles y querubines, aquel sistema de repisas está cargado de estampas, cockteleras, maracas, carátulas, portadas, acetatos de 45 RPM, botellas, canecas, latas y Joselo. No podía faltar la clásica silueta de Le chat noir. A la izquierda, las mesas bajo un alero que deja entrar luz y frescor desde el patio central. Una canción del grupo Barón Rojo, llena de heavy metal español todo el perímetro. El disco producido en los años 80 se llama Metalmorfosis, oportuno dato en este año centenario de la muerte de Franz Kafka, héroe de monstruos afligidos. Por eso estas líneas brindan, también, por el más luminoso de todos los insectos de Praga.

El Taquito es de finales del siglo, se fundó en abril de 1980. En sus primeros tiempos estuvo ubicado a cuadra y media, en la vía que sube por el cementerio El Espejo, la plaza El Espejo y la Rectoría de Nuestra Señora del Espejo. “En esta casa el bar lleva 33 años” cuenta un afable Argenis Santos, quien compró el negocio hace cinco años, es decir que lo estrenó en pandemia. Se ubica llegando al extremo de la calle 22, al lado de Unearte. Argenis la llama la calle de la igualdad, “porque empieza allá en la catedral y termina aquí en el cementerio, donde todos somos iguales”. Ya saben cómo llegar, sin morir en el intento.

Afiches de gran formato enmarcados con tubos de reciclaje dominan las altas paredes, desde donde el techo machimbrado se deja caer hacia el jardín. Una minúscula jungla es acorralada por el muro de piedras del impecable establecimiento. El patio interior forma un amplio cuadrilátero, donde las rosas y las monsteras se abrazan al descampado en singular combate. Una enorme tuna impone, cual réferi, su autoridad sobre el microcosmos vegetal.

Argenis lleva 13 años trabajando el ramo de licores. Compró El Taquito afanado en conservar su nombre y su historia. Carlos Colmenares, el abogado que registró el negocio,  le contó que el nombre del botiquín se debe a un señor que era “retaquito”. Para su dueño, el bar es un vínculo con el mundo del arte y la cultura, un lugar de encuentro: “me gusta que venga gente interesante”, afirma. Apoya tradiciones, iniciativas, actividades. Es “una oportunidad que me da la vida”, explica Argenis, después que el Covid le metió un susto espeluznante. Sabe que quedan pocos espacios similares, nombra el Kon-Tiki y el Cóndor, entre los establecimientos que resisten a la burguertendencia dominante. Se esmera en agregar detalles que se asemejen a su botiquín: “Aunque el lugar me pertenezca, yo soy un cuidador” sentencia con orgullo.

II. La rebelión de Lázaro

Pedimos una ronda sin dilación. Nos merecíamos un par de cervezas después de varios días saltando de biblioteca en biblioteca por toda la Ciudad de los Caballeros, en busca de un discurso que pronunció José Manuel Briceño Guerrero el 24 de junio de 1983, en el Palacio de las Academias de Caracas. Uno quisiera salvarse de apelar al socorrido vértigo de las repeticiones, bibliotecas y laberintos borgianos para escribir esta sencilla crónica de botiquín. Es por el temor a los clichés, a las etiquetas, pero la trampa sigue ahí. Cuando las situaciones dejan de ser surrealistas o existencialistas, les da por ponerse orwellianas, posmodernas o kafkianas, todo se repite ¡Ahí está! ahora se puso nietzscheano este intrépido navegador de los siete bares.

La RAE reduce lo kafkiano a algo absurdo y angustioso. Me parece una definición chucuta, que excluye el humor irredento del escritor checo, esa risa socarrona entre las líneas de lo absurdo, como en su irónico relato El escudo de la ciudad, sobre la urbe babilónica cuyo escudo de armas incluye un puño amenazante.

Digamos que no le falta algo de babélico a esa obstinada clonación de nombres merideños. Es el caso de las bibliotecas: la Febres Cordero, la Tulio Febres, la Tulio Febres Cordero. Sin contar el Centro Cultural Tulio Febres Cordero, que alberga tamaña colección de arte contemporáneo, entre otras maravillas. Su flamante directora, mi querida poeta Yuri Patiño, nos dio un paseo de lujo por la exposición de Jesús Soto. Jasmil se aleja despacio, hacia su imperecedera conversación con La Maga de sus evocaciones. Seguí mi recorrido por las bibliotecas de la ciudad, pensando que el cóndor de su escudo de armas –diseñado por ¿quién más? Tulio Febres Cordero– nunca será un puño aniquilante, en aquellos picos de Babel que supieron alcanzar el cielo.

No sin ayuda de generosos bibliotecarios, pude ubicar sendas ediciones del discurso titulado “Recuerdo y respeto para el héroe nacional” (incluso el documento está disponible en Internet); pero lo que supuse que conseguiría sin dificultad en los dominios de la prestigiosa Universidad de Los Andes, es una versión publicada por la Comisión Bicentenaria de la ULA, campus donde Briceño Guerrero fue siempre un campeón. También me acerqué al Museo de Antropología fundado por Jacqueline Clarac, y allí tampoco lo conseguí.

¿Qué tiene de particular esa publicación? Me preguntó el Dr. Hancer González, de la Biblioteca Febres Cordero, historiador y conocedor del tema. La respuesta es que en esa edición llegué a leer una breve aclaratoria inicial donde decía que la transmisión del discurso fue interrumpida por el gobierno y el presidente de entonces, Luis Herrera Campíns, se marchó indignado por las estremecedoras palabras del Sabio de Mérida.

Briceño había dicho, en aquel discurso desahuciado, 200 años después de nacido Simón Antonio de la Trinidad, que Venezuela era el resultado de una traición; que no éramos una Patria sino, como mucho, un ámbito político territorial; que Bolívar no era el Padre de la Patria; que los homenajes oficiales eran una manera de mantenerlo muerto; que El Libertador vivía, no obstante, en el corazón de su pueblo… En fin, harían falta casi 30 años más para volver a tener Patria.

El sábado 8 de diciembre de 2012 a las 9:33 minutos de la noche, el presidente de Venezuela Hugo Chávez, dirigiéndose al país en cadena nacional afirmará: “tenemos Patria hoy, tenemos Patria. Venezuela ya hoy no es la misma de hace veinte años, de hace cuarenta años”. Era su última proclama. El anhelo popular del sueño bolivariano es reivindicado. Quienes humillaron a El Libertador y le arrebataron la patria hace dos siglos atrás, fueron derrotados: “Aquí había un continente dormido, un pueblo dormido como muerto y llegó el Lázaro colectivo y se levantó, a finales de los 80, los 90, los 90 terminando el siglo XX pues, se levantó aquí en Venezuela una Revolución, se levantó un pueblo”.

Adentro resuena la canción de Lalo: “a caballo libre rompiendo silencio. A caballo Simón”. Argenis lanza su mirada litúrgica desde el altar de El Taquito. Sabe que necesitaremos otra tanda.

III. Vuelo, pasión y muerte de Gregorio Samsa

Tranquilo y nostalgioso, El Taquito deriva dignamente hacia la vejez de los botiquines legendarios. Habíamos ido por una y, como suele suceder, llevábamos varias rondas. La noche trajo del páramo un aire refrescante. La selvita de flores y costillas de Adán quedó hundida en la oscuridad. La soledad del bar era toda nuestra, la música sin estridencia dejaba fluir la conversa. Como posando para un cuadro de Hopper, una pareja permanecía inmóvil en la esquina de la barra.

En ese clima apacible y relajado Gregorio Samsa emprendería su fatídico vuelo nocturno, atraído por la inútil conversación sobre los culebrones que llegaron a dominar la televisión venezolana (El derecho de nacer, La señora de Cárdenas, Cosita rica, Por estas calles). En su casa de la berlinesa Charlottenstrasse, el protagonista de La metamorfosis había logrado treparse a las paredes, colgar del techo y aferrarse a la vieja estampa de una mujer envuelta en pieles, pero nunca pudo volar.

A la altura de cuatro o cinco cervezas, más o menos, intentábamos dar con el nombre del personaje interpretado por el desaparecido actor Carlos Villamizar. Sí, se sabe que es «El hombre de la etiqueta, en rol de vengador justiciero, pero su identidad permanece oculta para nosotros, igual que en la trama novelesca. Ennio busca ese nombre en su memoria con la mirada extraviada en la oscuridad del jardín, se pierde por el enrejado azul, tras las sombras de la barra, más allá de la columna forrada con adoboncitos, donde sus ojos se clavan súbitamente, del modo en que un alfiler fija un insecto sobre el corcho de los recuerdos. Suelta la cerveza, deja caer su mano en un movimiento lento. Parece que va a pronunciar en tono dramático el nombre prohibido: ¡Natalio Vega! Pero grita otra cosa.

De pronto aquello se transforma. Como en el cuento de Kafka, no fue que el borracho corrió por el callejón, sino que, al unísono, todos voltean. Incluso los personajes de Edward Hopper cobran vida en la barra de El Taquito. “Entonces sus miradas se cruzaron con la de Gregorio, que estaba en la pared”, tal como reza el famoso relato.

Desde la columna de adoboncitos rosáceos, Gregorio Samsa mueve su pequeña cabeza en dirección a nuestra mesa. Salta haciendo chocar en el aire sus dos pares de alas esclerosadas y  parduscas. Planea sobre la cabecita aterrorizada de Deimar, que se acurruca en la silla e inquiere sobre la ubicación del horrible blátido. Eloísa le responde pero su voz no logra hacerse audible, se nota en el rictus indeciso de su carita descompuesta por el triple impacto en una mezcla de sorpresa, hilaridad y repugnancia. Como en el salvaje oeste, Ennio desenfunda su zapato derecho y tira un uppercut cruzado que termina en golpe fallido.

Todo sucede con extrema rapidez, la amenaza se ha esfumado, no está entre las botellas ni debajo de la mesa. Ennio termina parado en medio del pasillo con el talón fuera de la media por la violenta extracción del zapato. Deimar logra reducir a su mínima expresión su dulce humanidad, sobre el pequeño rectángulo de la silla. Nadie sabe por dónde vendrá el próximo ataque. Una tensa calma invade a El Taquito. Con perfecto acento gocho y dolorido, Deimar prorrumpe en un desgarrador ¡NO AGUANTO MÁS! y huye hacia delante. Sin darse cuenta, va en dirección a la cucaracha que venía por el desquite. Ambas se regresan despavoridas. Aparece Argenis, armado con escoba, adarga antigua y pala en astillero, logrando someter al monstruo.

Así termina Gregorio Samsa su “nuevo intento desesperado por sentirse incluido en el círculo de lo humano”, una vez más a finales de marzo, como en el cuento y a cien años de la muerte de su creador.

Caracas, 24 de marzo de 2024

* Este texto es parte de la serie «Crónicas de botiquín» de Rúkleman Soto, que iremos publicando a partir de hoy.

Rúkleman Soto (Ciudad Bolívar, 1961).
Periodista, ilustrador, caricaturista, muralista, comunicador popular. Premio Nacional de Periodismo 2021 y Premio Aníbal Nazoa 2021. Es docente de la Universidad internacional de las Comunicaciones (Lauicom). Devoto de bares, taguaras y tugurios parroquianos y populares. Desde hace 20 años se dedica a escribir crónicas de botiquín y después no sabe dónde las guarda, ni dónde publicarlas si las consigue. Otros premios: Premio Crónica Comunal Hercilia Chico 2017 Municipio Guaicaipuro; Bienal Municipal de Literatura. Municipio Guaicaipuro Mención ensayo 2017; Premio Eduardo Sifontes de Literatura, Universidad Bolivariana de Venezuela, mención Crónica (2009).

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