De la niebla al resplandor en la poesía de José Javier Sánchez

La primera contemplación

De ser lenguaje para no ser olvido, de José Javier Sánchez, es un poemario que toca la puerta con estruendo de sentidos, como aquel ta-ta-ta-taaan del primer movimiento de la 5ta Sinfonía de Beethoven, esa maravilla de la humanidad que dicen que suena como si el destino tocara la puerta. Me dispenso por el lugar común, o el universal común quizá, pero realmente así me suena el comienzo de este libro: un portazo, un disparo de bengalas, un escándalo emotivo que se explaya con un objetivo puntual: impugnar el olvido, el silencio, la nada y su abismo.

El título lo anuncia: De ser lenguaje para no ser olvido; hay una motivación expresa para escribir y revelar estos textos. Se parte de una posición contundente: “se escribe para no olvidar”, y yendo un poco más allá, “se escribe para no ser olvido”. Esa voluntad contra el olvido, en el caso de la voz poética de este libro, no parte de un yo autorreferencial sin más, se trata de un yo puesto en cuestión en tanto es presa del olvido de sí mismo, es presa del olvido que se quiere impugnar. En otras palabras, el poeta emprende un combate contra el olvido de sus propios afectos, sus muertos, sus fantasmas, sus amistades y sus ideales. Si el olvido lograra avanzar, su principal agente sería él mismo, por eso se impone como un imperativo categórico el acto de escribir, no solamente para ser recordado, también para no sucumbir ante su propio olvido.

Lo primero que suele olvidar el ser humano de sí es su infancia. Allí radica uno de los objetos del deseo más patentes en la voz poética del libro de José Javier Sánchez: su infancia, las infancias. Decía Gaston Bachelard que la poesía resulta una “apertura hacia el mundo de la que se valen los filósofos (…) el mundo prestigioso de las primeras contemplaciones (…)”, y que esa intuición del mundo “no es otra cosa que una infancia que no se atreve a decir su nombre. Las raíces de la grandeza del mundo se unen en esa infancia. El mundo comienza para el ser humano por una revolución de alma que se remonta a la infancia”. Allí la poesía encuentra uno de sus materiales dilectos: la ensoñación de la infancia, la rememoración del ser hallado en su primera constitución, el regreso a los primeros asombros y los primeros temblores de la conmoción del mundo.

En De ser lenguaje para no ser olvido esto se esclarece desde el primer poema: “Basta de ser lo nublado”, donde el poeta comienza con una objeción a la tristeza, que poco a poco deviene en una invocación a la alegría. Este breve poema ya nos avisa que se inicia un recorrido minucioso por las entrañas de su memoria, y que este tránsito se realiza por la motivación precisa de llegar hasta un estadio luminoso. Pero para ello, antes se debe bajar al averno del dolor y del duelo. Entones, prorrumpe el cúmulo de violines beethovianos (en clave Aquiles Nazoa), abriendo el portal de la memoria con sendos poemas que, digo sin aspavientos, constituyen una épica esplendida de la poesía confesional, porque no sólo las mujeres escriben buena poesía intimista hoy en día.

Los poemas “En mí” y “Casta Elena” marcan ese ta-ta-ta-taan en la memoria lectora. Ambos poemas son dedicados a los afectos protagónicos de la infancia: el padre, la madre y la hermana del poeta. El poema “En mí” enuncia la ausencia del padre, narra la búsqueda emocionada y desesperada del niño que lo desea y necesita, para luego masticar el desencanto y la frustración del niño-colectivo del barrio que nunca lo encuentra, el niño-colectivo-sin-padre, el niño que cruza la calle del dolor para finalmente abrazar el cuerpo fraterno, solidario y cuasi mágico de la madre.

Cuando niño me senté a esperar a mi padre en la acera

Vi llegar un transatlántico al fondo de la calle

una tropa imperial

el circo de una feria

una carroza fúnebre

una procesión con nazarenos vírgenes y esclavos

Mi padre no llegaba

En esa acera comí los mangos más dulces

me bañé en fluviales aguaceros

(…)

El agua en esos días tenía el espíritu del azufre

A Dios no se le vio por esos tiempos

Él llegó después con los tractores

el agua potable y los enseres

Pero mi padre nada que aparecía

Mientras lo esperaba

mi madre me contó

que un día sin avisar

se le fue por esos caminos

y se cambió de rostro

Este poema al padre, a la ausencia secular del padre, es realmente una oda a la madre, al afecto primigenio que sostiene la posibilidad incluso de dolerse y llorar. Porque si bien la voz poética expresa el encarnamiento de la frustración infantil, prodiga también la ternura y la dulzura con las que ese niño pudo seguir disfrutando la vida gracias a la presencia de la madre.

La sensibilidad expuesta del poeta necesita nombrar la ausencia, primero del padre y luego de Elena, arrebatada por la muerte. La invocación es el destierro del olvido, como ya hemos dicho. El poema “Casta Elena” es una elegía que no puede no recordarnos la famosa elegía a la muerte del padre de Ramón Palomares, cuando escribe:

Me dijeron:

Tu padre ha muerto

más nunca habrás de verlo

Ábrele los ojos por última vez

y huélelo y tócalo por última vez.

José Javier hace su propio salmo, una elegía a una hermana/madre presente, tocada y abrazada en vida durante segundos que se recuerdan eternos, conjuro primordial contra el olvido, esa gran sombra que lo aqueja y que, sin embargo, también comprende. Por ello, el poeta canta:

Tú que ahora eres flor silvestre que acompaña mis pasos

trino de pájaro salvaje en la mañana

neblina que espanta el smog de la ciudad

silencio que habita la calle los últimos minutos del domingo

sinsabor de la soledad que crece en mi garganta.

Tú que insistes en huir de la torpeza de tu herencia.

A ti que vi agonizar en una destartalada camilla del hospital público

que vi reverdecer ante mi horror.

Tanto la ausencia del padre, constitutiva de un yo huérfano de esa presencia masculina, pero que se la apropia a través de la palabra, como la ausencia de Elena, presencia inmanente de la memoria más viva, se configuran en el poemario como metáforas del tiempo que la palabra poética sabe convertir en amuleto contra la muerte, esa fe quizá un tanto insensata que empuja a escribir-se para desembocar, es decir, irse hacia la mar, hacia lo grande y lo infinito, hacia una posibilidad vitalista y esperanzadora.

Pulsión por desembocar

En seguida vienen ondeando los hallazgos intelectuales, emotivos y espirituales del poeta. Estamos ante un poemario confesional e intimista, pero que a la vez refuta y encara la realidad del contexto donde el yo se desenvuelve. Son convocados los maestros balleneros, ese particular pesado que fue para la literatura nacional El Techo de la Ballena. Son llamados como especies de tótems protectores los maestros del poeta: Edmundo Aray, Reynaldo Pérez So, Ramón Palomares, Juan Calzadilla Luis Alberto Crespo, entre otros.

Y entre la alusión a la tradición poética venezolana, aparece la historia del país profundo, del llano y la costa, de los Andes y sus ríos, las voces de la gente que los transita: el pueblo marginado por el tiempo de la zozobra, la pobreza y la rabia que la circunda. El poeta halla una forma de darles voz desde su propia voz, ahondando en la pista de una espiritualidad que se forja como resistencia. Refiere tradiciones y creencias propias de la mezcla cimarrona o india cuando nos dice en uno de los poemas:

Somos náufragos que nos haremos de esta tierra nuestra

A estos parajes jamás volverá

el que pretenda cambiarnos espejos por aceite

Somos pájaros

cimarrones de un buque que desandó las costas

De este libro me gusta especialmente su capacidad para recorrer distintos momentos de la experiencia emocional e intelectual y, a su vez, jugar con tópicos permanentes y de alguna manera clásicos, como el mar. En las tres partes del texto se percibe una pulsión por desembocar: “De búsquedas y duelos”, “Semillas” y “Viñetas”. Luego de la contundente conmoción emotiva del comienzo, la voz nos sumerge en la fiebre de la semilla, no del oro porque no hay codicia alguna aquí, sino la de la navegación continúa hacia la esperanza. El mar, ese gran símbolo de lo profundo, está presente como un rumor y una constante voluntad de surcarlo: anzuelos, barcazas, naufragios, brújulas, tormentas y balleneros, todo se conjuga como espacio de encuentro de tantas otras voces, tantas lecturas que se superponen y se dejan ver tras los versos. Porque el mar es el medio para alcanzar la tierra prometida, la palabra que es memoria.

Firmeza espiritual

En “Semillas” se erige una especie de arte poética donde se inquiere con suavidad la cualidad dúctil y a la vez precisa del poema. Su raigambre en el silencio y su condición espiritual. En el poema “Crecer desde el lenguaje” nos dice:

Expandirse hacia dentro

desde el discurso de un silencio

que revitaliza

renueva

refunda

Tiempo que no mata

transforma

brinda la palabra precisa

desde la firmeza espiritual

La “firmeza espiritual” me atrevo a decir que es una especie de oxímoron constante que hace sentido al poemario, porque al fin y al cabo se trata de una sensibilidad expuesta que busca, que naufraga y que finalmente siembra, siempre desde el asombro de lo que ha sido cercenado, desde el extrañar con desespero lo que se ha ido. Y es la poesía la que viene a constituirse como el canal para el encuentro con esa “firmeza”, no del todo consumada, acaso vislumbrada, como el magma de donde proviene lo que apenas se roza con la escritura.

Los amigos no faltan, son mencionados algunos que son cuasi avatares del mismo poeta en su búsqueda a veces directa y consciente, a veces caótica o tangencial. Así, las tres partes del poemario dan cuenta de un tránsito de la oscuridad del duelo y la necesidad de revolver lo doliente, a la rememoración del yo conformado por experiencias y afectos, atravesando el ethos del arco del tiempo que lo rodea, hasta llegar finalmente a la esperanza y la constatación de una verdad: la poesía es el lazo que amarra lo más valioso de una vida: la memoria de sus afectos.

Finalizando el poemario, leemos:

una brújula adentro

en el pecho

nos guía

en el silencio

y nos lleva

a puertos maravillosos

Y así pasamos del poema que abre el libro diciendo: “Basta de ser lo nublado” a la palabra “resplandor” como fin último y final literal del texto en el poema “En medio de tus aguas”:

el catalejo
me reafirma
que todo en ti
es resplandor.

Ese brillo buscado tras el catalejo del poeta, que avista futuro, esperanza, hijos e hijas, la garantía del porvenir, un porvenir que no es posible ni imaginable sin la fragua de los afectos.

De ser lenguaje para no ser olvido mereció el Premio de la 10ma Bienal Nacional de Literatura Ramón Palomares 2023. José Javier Sánchez logró a pulso de años de trabajo de la memoria uno de los homenajes más notables de la tradición poética venezolana, con una no casual sintonía y devoción hacia la poesía del poeta Palomares. La fortuna y la labor sin prisa ataron lazos para laurear al poeta y darnos como regalo esta lectura que resuena como rumor de agua ante la firmeza espiritual y la conmoción de la memoria.

Fotografía: Abraxas Iribarren

José Javier Sánchez (Caracas, 1970)
Poeta, docente, periodista, crítico literario y promotor de lectura. Egresado de la
Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez (UNESR). Fundador y promotor de la Escuela Nacional de Poesía Juan Calzadilla. Ha publicado Fragmentos para una memoria (2007), Una mirada por la décima urbana. Antología de decimistas urbanos (2008,) Hasta que el recuerdo lo permita (2009), Código Postal 1010 (2010), Cuatro gatos callejeros. Antología (2014), La calle. Una luz en el estribo (2020). Sus poemas han sido traducidos al árabe, al italiano y al portugués.
Galardonado con la Bienal Nacional de Literatura Ramón Palomares (2023) y el Premio Nacional del Libro (2014).

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