El cumpleaños del monstruo

   Nunca en toda su vida había oído un sonido como ése. Era como si una enorme bestia antediluviana, armada de ruidos, estruendos potentes y surgida del mismísimo infierno, se hubiera puesto a gritar con todas sus fuerzas en medio de la noche. Su enorme cuerno bramando entre las sombras llenaba el aire de extraños acordes. Todos temblábamos sin saber por qué.  La terrible onda se extendía por valles y sembradíos devastando todo a su paso, arruinando cosechas y ahuyentando a los animales de las comarcas vecinas que huían despavoridos. En la madrugada escuchó el graznido de los cuervos semejando una bandada de sombras temerosas. Ese amanecer, cuando salió al patio a vaciar su vejiga, vio nubes oscuras y lejanas viajando en dirección al poblado. Tal vez el apagón había sido ocasionado por alguna tormenta eléctrica, tan comunes en esta época del año. Por la mañana, luego del desayuno, se dirigió junto con su familia al pueblo, como todos los lunes; pero en esta ocasión sintió que algo extraño sucedía afuera. El mundo parecía haberse detenido. Por el camino encontró cientos de autos, camiones, motocicletas y vehículos de transporte pesado, abandonados en medio de la autopista. Se detuvo unos segundos para observar la línea de vehículos extendida como una serpiente lustrosa sobre la carretera, hasta donde alcanzaba la vista. Tuvo que tomar atajos y caminos alternos que ya nadie usaba para lograr llegar al próximo pueblo.  Pero no vieron ni un alma en todo el trayecto.  Se estacionó en el mismo lugar de siempre. La garita del vigilante estaba vacía. Colgó la llave del auto en el lugar acostumbrado. Recorrieron las calles vacías donde solo aullaba un viento feroz que helaba la sangre, buscando a alguien que pudiera explicarles ese nuevo fenómeno al que llamaban ausencia; la densa soledad que iba apoderándose de todo como un manto protector. En algún momento de ese nuevo asombro, cayeron en cuenta que no había otros seres en el poblado, tal vez en el mundo, más que ellos.

—Parece que somos los únicos aquí. Todos se han ido —susurró. ¿Te das cuenta? ¡El pueblo nos pertenece! Podemos tomar lo que queramos, sin pagar ni un centavo. No había terminado de hablar, cuando ella desapareció detrás de la puerta de una joyería, abrió las bandejas rompiéndolas con un bastón y tomando las joyas más costosas para colgarlas del cuello del perro con una gruesa cadena de oro. «Siempre había querido hacer esto». Él se marchó con un carrito de mercado para buscar efectivo en el banco, aunque no lo necesitara. Luego de horas de despilfarro y derroche, haciendo lo que les venía en gana, recorriendo tiendas y bares, se encontraron de nuevo en medio de la calle. Fue entonces cuando se acordaron del niño.

—¿No estaba contigo? ¿No te lo llevaste? —se recriminaron mutuamente. Aterrados, pensando lo peor, buscaron por todas partes, pero no lo encontraron. Cuando ya se rendían al llanto y a la desesperación, escucharon los ladridos desde un mall cercano. El animal parecía pedir ayuda. Siguieron al perro por escaleras y corredores en penumbras, hasta ingresar a lo que les pareció una enorme sala de cine. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, se percataron de que no estaban solos. Cientos de personas, conectadas a terminales y sentadas en butacas de cuero, recibían instrucciones de una enorme pantalla de la que emanaba un zumbido infernal.

     Cuando logró rescatar al perro, perdido entre la multitud de piernas que colmaban el lugar, el niño lo abrazó y se escabulló velozmente de sus padres como una sombra. Al salir giró el seguro de la puerta con doble llave. En el vestíbulo lo aguardaban.

—¿Son los últimos? —preguntaron.

—Sí —respondió el niño moviendo la cabeza de arriba a abajo. Son los últimos. Solo una cosa más… ¿Puedo quedarme con el perro?

—Sí —dijeron, con lo que pareció ser una sonrisa de aprobación.  Pero no te lo vayas a comer…

     El niño abrió la puerta y se marchó feliz con la mascota. Detrás quedaron los extraños seres brillantes, de forma circular y con un apetito voraz e insaciable, discerniendo sobre cuál sería el mejor método de conservación de la carne humana. En ese momento los guardias trajeron a rastras a un hombre de contextura robusta y baja estatura, que se les antojó de una timidez edulcorada, pero a todos se les hizo agua la boca. El hombre se esmeraba cantando entre sollozos una triste versión del cumpleaños feliz, pero ya los monstruos, sin ningún tipo de etiqueta, se abalanzaban sobre él para devorarlo. Uno de ellos, más tarde, después de la increíble comilona, quiso encender las velitas, pero los restos de papilla y sangre húmeda sobre la mesa aún no terminaban de secarse.

Wilfredo Machado (Lara, Venezuela, 1956)

Poeta, narrador y editor. Licenciado en Letras por la Universidad de los Andes (ULA). Fue agregado cultural de Venezuela en Brasil. Ganador del concurso de cuentos de El Nacional en 1986; del Premio Municipal de Literatura en 1995 con Libro de animales; y del Premio de Narrativa del Ministerio del Poder Popular para la Cultura en 2009. Entres sus obras destacan Contracuerpo (Fundarte, 1988), Libros de animales (Monte Ávila Editores, 1994; Alfadil, 2003), Poética del humo (Fundación para la Cultura Urbana, 2003), Diario de la gentepájaro (Editorial El perro y la rana, 2008), Corazones sombríos y otras historias bizarras (Monte Ávila Editores, 2015), La noche de Prometeo (Editorial El perro y la rana, 2015), El rey de los pobres (Fundecem, 2017), El pez de los sueños (Monte Ávila Editores, 2022) y Animalia y otros seres monstruosos (Fundarte, 2023). Sus cuentos han aparecido en numerosas antologías de cuentistas venezolanos e hispanoamericanos, algunos de ellos han sido traducidos al portugués, italiano, francés, inglés, hebreo y búlgaro.

Fotografía: Wilfredo Machado

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