Una antología es una lectura: Los siglos venideros de Ramón Palomares

Una antología es una lectura. Se sabe que en el impulso de antologar la selección es arbitrada por una necesidad, sea esta la persecución de un motivo específico, la rúbrica de una imagen en el eco de la conciencia, la prueba de una circunstancia intelectual; o más allá, más profundamente, la relación íntima con una mirada y una voz que por familiar termina desdibujándonos del mundo.

Puede ser también la prueba encarnada de una amistad o la concreción de un acto admirativo, lo que sería una entramada costura entre la admiración y su imperativo: hacer por admirar. Repito. Una antología propone una lectura. Una hoja de ruta sobre la obra que traza una cartografía, o más bien una topografía del lenguaje que se intrinca en ella. Tiene también el propósito de mostrar un brillo, un lustre en letras que como las eras del siglo, los anillos entre las cortezas de los árboles o los infinitos giros anillados de nuestras huellas dactilares, procura la imagen de alguien, el eco de su voz, su paso por este mundo. Antologar a Ramón Palomares es quizás todo eso, y aún más aquí, en Los siglos venideros, por ser la prueba de una huella de amistad.

Para hablar de una antología es preciso re-antologar la memoria de nuestras propias lecturas, en este caso, mi propio encuentro con Palomares, un poeta fundamental de la tradición poética venezolana. ¿No es acaso ese el puente que toda antología debería trazar? Permitirnos atravesar lecturas y comparar, vislumbrando en su entramado secreto, cuáles motivos se despiertan en común entre lo antologado y lo (des)conocido. Así lo creo, y así lo intentaré.

Empiezo por El Reino, de 1958, dónde el poeta consagra su primera mirada. Nombra la estancia onírica que funda su primera visión. Empezar. El reino es esa consagración de la mirada. Aquí la voz de Palomares empieza a nombrar, como en el pasaje bíblico, cada cosa por su nombre. Nace entonces el primer indicio de bestiario en Palomares. Se alza la primera voz, la del poeta narrador quien para hacer de su reino todo lo que le circunda y darle nombre, se separa primero de lo que nombra. En El Reino, Palomares es un primer testigo del paso del tiempo, quien mira cómo ocurre lo súbito de la naturaleza en el pájaro, en el trueno y en el pecho floreciente de la joven; en un diálogo complejo e íntimo con el espacio y sus criaturas sin llegar –aún– a ser su par. Así, en estos poemas, y en especial en los aquí antologados, aparece el atisbo de lo que será una imagen poderosísima en la poética de Palomares que es, a mi entender, la imagen surrealizada del animal, que luego será leit motiv de un poemario fundamental aunque posterior, Paisano. En donde esa surrealización de lo animal será imagen recurrente.

Honras fúnebres, de 1962, resuena con la tradición poética de la memoria, tan determinante en la poesía venezolana. A la par de lo onírico y lo telúrico, Palomares nunca deja a un lado su oscuridad, y corona a la tragedia con voces e imágenes que se descubren claramente en el tono elegíaco de esta selección. Entonces estamos en presencia de un Palomares que ya no solo nombra, pues la experiencia de esta escritura, un tanto más cercana al Tánatos, permite la exploración de otros sentidos para entonces escuchar y ver a través del tamiz de su memoria.

De Paisano de1964 surge, desde mi punto de vista, el Palomares de la imagen desbordante. Es el poemario donde se transforma, a mi entender, su circunstancia de enunciación de poeta narrador, que observa y señala con la palabra para dar nombre;  a poeta narrante, quien escribe en una especie de tiempo continuo, ya no como testigo sino como acompañante o seducido. El Palomares de Paisano se convierte en un par de la naturaleza, el igual de aquello que pretende narrar, para dar nacimiento final y potentemente a la imagen surrealizada de lo animal. En esta selección somos testigos del nacimiento del bestiario maravilloso de Palomares. Si El Reino es la primera iluminación, la mirada coronándose monarca de las cosas, y entonces la voz nombra e interpela a la naturaleza, en Paisano asistimos a la transformación de esa mirada de observador a la de acompañante. A la gracia que ya no está en la cresta de la imagen, en su resolución, sino en su fragua. La imagen surrealizada del animal en Paisano no es un motivo o una pequeña pincelada en un verso, ya no, ahora es la veta del poema y la cumbre del poemario.

Santiago de León de Caracas, 1979, es un poemario que asemeja a un parte de armas, a una bitácora, a un diario o crónica de guerra. Aquí vuelve en Palomares la pulsión tanática. Lo leo como una especie de desdoblamiento en el que la intención y evocación del poeta al terruño lo lleva al origen, a la historia, y ahora lejos de la ensoñación abandona la fauna surreal y el onirismo, para encarnar la guerra en la voz de los mártires y los héroes ancestrales.

Así trascurre la voz del poeta en el lustre de su palabra. Palomares vuelve a la ternura con Vientecito suave del amanecer y sus primeros aromas, de 1979, que en esta antología rescata el canto celebratorio del ser en la naturaleza como una correspondencia Withmanniana, cuando dice “Busco ser del cielo una gota del cielo” o “Me llaman el Señor de las Flores El Licor El de las Copas Floridas Cubierto de Pétalos”. 

Adiós Escuque es volver a sí, pues hasta esta obra en la poética de Palomares el terruño había sido la tierra y el animal. Con este poemario, y se demuestra en esta selección, se cruza la primera pulsión tanática de Honras fúnebres con aquella mirada de El reino, para hacer alma a la tierra en la memoria de los que ya no están. Aparece entonces la fantasmagoría de Palomares, el panteón de sus querencias. Otros poemas, El viento y la piedra, Lobos y halcones, y vuelta a casa figuran una especie de síntesis de las pulsiones anteriores de la poesía de Palomares, mesuradas con envidiable maestría en esta selección, para finalmente mostrarnos todos los caminos de la palabra del gran poeta que fue Ramón Palomares. Y del que será para los siglos venideros.

Oswaldo Flores Cumarín (Caracas, 1985)

Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela (UCV). Actualmente estudia la maestría de Literatura Latinoamericana en la Universidad Simón Bolívar. Ha impartido talleres de escritura con la Casa de las Letras Andrés Bello.  Condujo el programa radial “Habitantes de la Palabra”. Fue ganador del XIII Premio Nacional de Literatura Stefania Mosca, mención Poesía con el libro Mal de oficio (Fundarte, 2023).

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